domingo, 24 de junio de 2007

Ave María



Un regalo para ti, Evita.
María Alicia

jueves, 24 de mayo de 2007

Anita Luisa



Capítulo I


Quisiera poder contar esta historia y que mis palabras resbalaran por el papel en forma fluida y rápida, como las gotas de lluvia en el cristal, pero los recuerdos cruzan una y otra vez por mi mente, trato de darles forma, expresarlos en el papel, pero el recuerdo es doloroso y nuevamente vuelven a su lugar y probablemente yo, de manera inconsciente no deseo dejarlos salir.

Quizás será porque la llegada de Anita Luisa marcó un antes y un después en mi vida, la remeció como un terremoto grados seis y cambió mi manera de pensar y mi forma de enfrentar el mundo. Aún trato de imaginar cómo esa pequeña de tan sólo ocho años daría tanto amor y dulzura a nuestras vidas.

Voy a remontarme al pasado, para explicar cómo ella llegó a mi vida:

La familia de Anita Luisa era de Osorno, se componía de sus padres y un hermano un poco mayor que ella y sus abuelos. Pero por esas cosas del destino, que siempre juega con los humanos, el papá de Anita Luisa tuvo meningitis cuando era muy niño, su madre lo trajo a Santiago, pues la enfermedad lo había dejado sordo mudo. La mamá de este niño, llamado Oscar, era vecina de una hija de mi abuela que, compadeciéndose de la situación de dicho niño, habló con mi abuela para que lo recibiera en Santiago, pues en Osorno no había escuela para sordos mudos.

Durante años, Oscar compartió con nuestra familia, se le iba a dejar y a buscar a la escuela, pues en ese tiempo no había internado. Recuerdo que mi abuela nos dijo que todos los niños deberíamos aprender el abecedario de las señas para poder comunicarnos con él, cosa que hicimos y que nos resultaba muy entretenido y nos daba para muchas bromas y juegos.

Los años pasaron y Oscar se hizo un joven y a pesar de la adversidad de tener su enfermedad, logró aprender y recibirse de sastre. Como todo tiene un final, llegó el momento de regresar a su ciudad natal. Las despedidas siempre son tristes, pero quedamos en escribirnos y mantener el contacto, cosa que siempre hicimos, pues lo considerábamos como de la familia.


Capítulo II


Cuando Oscar llegó a su ciudad natal, trabajó en la profesión de sastre y le fue bien. Con el correr de los años también se enamoró de una niña que no era sordo muda y fue correspondido. Se casaron y fueron felices. Podría este ser el final de una bella historia de amor, del joven esforzado y trabajador que fue capaz de conquistar a una niña normal a pesar de la extrañeza y oposición de ambas familias.

Cuando nació su primer hijo la felicidad fue completa.

Recuerdo que aquí en Santiago siempre estuvimos sabiendo de ellos, pues escribían y nos daban noticias y ocasionalmente alguna visita de los padres de Oscar.

Años más tarde nació Anita Luisa. Estaban muy contentos con su pequeña familia. Pasaron algunos años y los niños crecían y se desarrollaban normalmente. La adversidad golpea duramente a esta familia que le había costado tanto poder unirse. Su hija de tan sólo ocho años se enfermó y los médicos no descubrían su enfermedad, por lo cual la mandaron a Valdivia, pues allí había especialistas que podrían hacerle exámenes y averiguar su dolencia.

El resultado fue lapidario: Anita Luisa tenía leucemia. El golpe fue fuerte para estos padres. Si había una posibilidad de tratamiento, era en santiago.

Ellos no contaban con los recursos como para enfrentarse a la magnitud de la enfermedad.

Y así fue como Anita Luisa se involucró en mi vida. Mi abuela, que muchos años atrás había recibido al padre de esta niña ya no estaba, pero la historia se repetía.

Se necesitaba recibir a Anita en Santiago y yo no podía ser indiferente a este sufrimiento de sus padres.

No tuve ninguna duda en recibirla en mi casa y acompañarla a ella y su madre en lo que fuera necesario.

Creo que en este minuto empieza su verdadera historia, donde me involucré, en esta cruzada de amor y siempre he pensado en ella. Con su entereza ante el dolor y los largos tratamientos nos enseñó a aceptar y tener fe y esperanza.


Capítulo III


Anita Luisa era una niña muy precoz para sus cortos años. Sus ojos eran muy expresivos y en ellos se reflejaba el dolor y la angustia de tratar de entender lo que estaba pasando, lo que era muy difícil de explicarle. Cómo decirle que tendría que quedarse sola por muy largo tiempo en un hospital donde no conocía a nadie.

A poco de llegar al Hospital Calvo Mackenna se hizo muy querida por sus enfermeras, médicos y las damas de café, que son las voluntarias del hospital.

Llegó el momento de que sus padres debían volver a su ciudad natal y ella quedaba a cargo del hospital, pues su tratamiento sería largo y costoso y yo sería la encargada de preocuparme de ella. En esos momentos no imaginaba que pasarían los años, donde Anita Luisa tendría que poner todo su valor y pelear duramente para tratar de vencer su enfermedad.

Siempre pienso que ella me hizo mirar la vida de otra manera, me hizo darme cuenta de lo afortunada que era, pues yo tenía tres hijos sanos y fuertes, cosa que yo jamás me cuestioné y recién me daba cuenta de mi gran fortuna.

Empecé a ir al hospital casi todos los días. Recuerdo que llegaba muy temprano para acompañar a Anita Luisa a sus diferentes exámenes, pues ella me decía que si yo le tomaba la mano, no tendría miedo.

Por ese motivo siempre estuve presente en sus exámenes, en algunos sólo podía llegar hasta la puerta de la sala, en otros podía estar horas con ella. Cuando le inyectaban la droga contra la leucemia, que era a la vena y muy lenta, demoraba horas.

Recuerdo que involucré en esta cruzada de amor no sólo a mi familia, también a los parientes y amigos.

Mirando hacia atrás me doy cuenta que hay gente deseosa de ayudar y poder ser útil, que siempre conté con personas que disponían de algunas horas para visitar a Anita Luisa. El poder contar con otras personas que pudieran visitarla era valioso, pues siempre tendría compañía y serviría para distraerla.

Al visitar constantemente el hospital, uno va conociendo a todos los niños de la sala, sabiendo de sus distintos tipos de cáncer, conociendo a sus familias y en las largas horas de espera de un examen y otro, la gente está deseosa de compartir su angustia con una persona extraña, pues como me comentaba una mamá “yo no puedo llorar en mi casa pues mi marido está muy afectado con esto que le está pasando a nuestro niño. Mi único desahogo es aquí en los pasillos del hospital, pues tampoco puedo hacerlo en la sala para que mi pequeño no vea mi llanto y, créame señora, cómo desearía gritar a todo el mundo la injusticia de lo que le está pasando a mi niño, es muy difícil poder resignarse”.

Yo tampoco tenía respuestas a esas preguntas, lo único que podía hacer era prestar mi hombro y ofrecer un consuelo a tanto sufrimiento. Pensaba en María, la mamá de Anita Luisa, quien no podía estar todos los días viendo a su hija.

Recuerdo que pensaba que mis visitas al hospital me estaban haciendo conocer el mundo al no que no estaba habituada, pero tenía que continuar haciéndolo, no podía fallarle a Anita Luisa, sabía que tenía que ser fuerte y, en lo posible, no sufrir tanto con los diferentes casos.

Cuando vayan conociendo más esta historia se darán cuenta que esto era muy poco probable. Era muy difícil marginarse del dolor y sufrimiento que hay en estos lugares, porque uno va conociendo a las personas y goza con cada niño que mandan a casa, como también se sufre con el dolor de los que se quedan.



Capítulo IV


Mis continuas visitas al hospital me hicieron darme cuenta del cuánto dolor y angustia se desarrollaba entre sus paredes.

Ahí no hay categorías sociales, todos son iguales en la enfermedad. La diferencia está en la rapidez con que llega la droga a cada uno de ellos.

La droga para la leucemia es muy cara, al hospital también le cuesta obtenerla y Anita no fue la excepción. Recuerdo cómo María, su madre en Osorno, hacía verdaderos esfuerzos para conseguirla. En el colegio la ayudaban haciendo rifas y completadas, sus vecinos también, se organizaban por diferente medios y recuerdo que el motor de todo este movimiento vecinal era la abuela de Anita, persona muy querida en todo su entorno, quien trataba de sensibilizar a la gente para que ayudara y siempre lo conseguía.

Esta enfermedad es larga y cara. El hospital trataba de conseguir la droga para los niños más desprotegidos. Cuando uno visita constantemente el hospital se da cuenta de lo vital que es para ellos y se siente impotente por no poder ayudar más, pues son niños que recién están empezando a vivir y ya tienen que cargar con esa mochila de dolor.

Las enfermeras, médicos y en general todo el personal del hospital se merecen una nota siete por su dedicación y abnegación a los niños. Pero también debo nombrar a las damas de café, voluntarias del hospital; ellas eran una luz de esperanza y alegría, su presencia diaria en las salas de los enfermos animaba y alegraba. Recuerdo las horas que pasaban jugando cartas u otros juegos, además de leerles cuentos a los más chicos. Ellas también ayudaban a las mamás recién llegadas orientándolas y dándoles valor y esperanza y venciendo sus temores.

La vida en el hospital está llena de pequeños logros y esperanzas, cada niño que lograba una mejoría, por pequeña que fuera, era motivo de mucha alegría y qué decir del que lograba irse a su casa, era motivo de fiesta. Me di cuenta que en este recinto todos eran una gran familia y sufrían y gozaban con los avances de los niños, pues los consideraban como parte de ellos.



Capítulo V

Sabíamos que esta enfermedad era larga y cara, pero no estábamos preparados para todas las aristas que ella tenía.

A los pocos meses de estar colocándose la droga a Anita Luisa se le empezó a caer el pelo, lo que motivó que la raparan. Fue tan difícil explicarle y que pudiera entender lo que le estaba pasando, convencerla que era momentáneo y que luego le crecería. Ella tenía un pelo muy bonito, negro y muy crespo. Lo que ayudó a eso fue ver que no era la única que estaba pasando por ese mal momento, a todos los niños que les colocaban la droga les sucedía lo mismo.

Luego de un tiempo, en el hospital colocaban a los niños de provincia en casa de guardadoras quienes por una suma módica los llevaban a sus hogares a compartir con su familia. La ambulancia los iba a buscar a esos hogares y los traían las veces que requirieran tratamiento, para luego llevarlos nuevamente de vuelta.

Anita estaba tiempos largos en estos lugares. Al principio era difícil la adaptación, pero esta niñita tenía un temple y fortaleza admirable, ella se adaptaba a todo y nos conformaba y nos daba alegría a los que la rodeábamos.

Anita pasaba largo tiempo sin ver a sus padres y hermano, pero cuando eso sucedía disfrutaba a concho el encuentro y jamás una queja salía de sus labios. Siempre pensaba que para su corta edad era más sabia que todos nosotros juntos, lo único que delataba su pena era esa sombra de tristeza en sus ojos.

Cuando su mamá venía a verla yo quería dejarla sola con ella, ya que tenían pocas oportunidades de verse y le decía que la iba a dejar descansar unos días de mi presencia, pero no era posible pues ella quería seguir viéndome, aunque estuviera su mamá. Ahí me di cuenta de lo que mis visitas significaban para ella y de cuánto nos habíamos encariñado las dos. De ella aprendí la tolerancia, el respeto, a ser fuerte aunque el dolor nos abatiera y a preocuparnos de los demás, pues ella siempre se preocupaba por los enfermos de su sala y les hacía perder el miedo a los que llegaban por primera vez.

Así fueron transcurriendo los años.



Capítulo VI

Los años seguían su curso y me di cuenta que aquella niña, de apenas ocho años, que había llegado a Santiago, se estaba convirtiendo en una hermosa mujercita. Sabía que este era un momento delicado para ella al no poder contar con la guía de su madre, que contestara todas sus preguntas e inquietudes. Yo trataba en lo posible de ayudarla, eran tantas cosas que de repente habían llegado a su vida y a las que ella no encontraba explicación. La estadía en el hospital momentáneamente estaba llegando a su término, lo que significaba que sería ubicada en la casa de una guardadora. Sabía que eso implicaba para ella el tener que acostumbrarse a nuevas personas, otro hogar y compartir con gente que no conocía, todo muy difícil, además de tener que volver al hospital cada vez que el tratamiento lo requería.

La guardadora era una persona que prestaba su casa para acoger a estos enfermos, el hospital les cancelaba una suma módica por cada niño. La persona que le tocó a Anita era muy especial. Ella tenía su familia y acogía a estos niños como parte de ella, brindándoles cariño y protección, de lo cual estaban muy necesitados.

Cada vez que los niños debían volver al hospital para sus tratamientos, iba una ambulancia del hospital a buscarlos.

Recuerdo que cuando eso sucedía yo estaba muy temprano esperando la ambulancia para acompañar a la niña a su tratamiento de droga. Esto era muy doloroso, se conectaba a la vena gota a gota y Anita me decía que era como fuego que corría por su cuerpo. Recuerdo que la tomaba de la mano, nos mirábamos y no decíamos nada. En esos momentos pensaba ¿qué podía decirle para aliviar su dolor? Veía todos esos interrogantes en su mirada triste y sabía que nada de lo que dijera borraría esa tristeza.

A medida que fue pasando el tiempo y los tratamientos seguían y seguían pensaba que Anita iría perdiendo su alegría, pero no fue así, su mirada era triste, pero ella siempre dispuesta a ayudar a los enfermos que llegaban a su sala y conversaba con ellos y los tranquilizaba haciéndoles perder el miedo; también conversaba con los padres de estos niños y les explicaba de los tratamientos y las drogas y les daba esperanza de que todo saldría bien.



Capítulo VII

Hacía mucho tiempo que Anita estaba en Santiago. Por conversaciones con ella yo sabía los deseos que tenía de volver a su ciudad y cuánto añoraba a sus compañeras de colegio; deseaba volver a clases, pero ella sabía que por el momento eso era imposible, los tratamientos lo impedían.

Aún recuerdo la emoción y la alegría al llegar un día a verla: ella estaba visitando y conversando con los otros enfermos y contándoles las buenas nuevas, los médicos la encontraban bien y querían que ella volviera a Osorno. Por un tiempo tenía que controlarse en el Hospital Regional de Osorno.

Me contó radiante de felicidad que su mamá venía a buscarla, estaba contando los minutos para que eso sucediera.

Yo estaba feliz, pero la alegría no me duró mucho, pues cuando llegó su mamá los médicos conversaron con ella diciéndole que la leucemia seguía su curso, pero ellos querían que la niña fuera a su casa por un tiempo, aprovechando la leve mejoría, para que volviera con más ánimo y ganas de seguir con el tratamiento. Venía una etapa muy agresiva del mismo.

Recuerdo que María decidió no decirle nada por el momento para no empañar su felicidad, ya encontraría una manera de decirle la verdad allá en su casa. Ambas partieron al día siguiente, Anita creyendo que todo estaba bien y su mamá disimulando su pena, para que su hija no notara nada.

Pienso que a través de los años, María se fabricó una coraza para que su hija no notara su dolor. Cuando venía a mi casa desahogaba su pena y yo la dejaba llorar, no podía consolarla, no había palabras de consuelo que sirvieran. Qué valiente fuiste, amiga mía.

Cuando el bus partió, llevándose a María con su hija de vuelta a su ciudad natal, recuerdo que pensé qué ardua tarea esperaba a esa madre para convencer a su hija de que el tratamiento debía continuar. Solamente quedaba esperar y rogar que todo saliera bien.


Capítulo VIII

El tiempo que Anita pasó en su casa le sirvió mucho, pudo hacer las cosas que haría una niña normal, fue a su colegio, disfrutó con sus amigas, vio a sus abuelos y tíos.

Llevaba cuatro años en el hospital, estaba creciendo y desarrollándose y convirtiéndose en una hermosa mujercita, necesitaba una vida normal en su casa junto a sus padres y hermanos, requería de sus amigas, conversar y tener esa complicidad que se tiene a esa edad.

Los meses pasaron y supe que la niña no se sentía bien y era probable que se adelantara su regreso.

Efectivamente así ocurrió, llegaron antes de lo previsto pues Anita venía mal. Rápidamente fue hospitalizada y sometida a tratamiento.

Y todo empezó de nuevo. Recuerdo que la niña estaba muy triste, no deseaba más tratamiento, no quería sufrir más, eran sus palabras. Tratamos de convencerla de que era por su bien y nuevamente pasó la crisis y salió adelante.

El tiempo siguió su curso y nuevamente Anita debería salir del hospital para ir a una casa de acogida que fue “María Ayuda”, donde se repetía el ciclo: casa, hospital, casa.

Creo que ese momento fue cuando noté el cambio en ella. Conservaba su alegría, pero algo no estaba bien.

Recuerdo que me comentó que le gustaría poder decidir sobre su vida y su enfermedad, no quería más tratamiento de droga, no más caída de pelo. Después de un largo tiempo, nuevamente fue autorizada para ir a su casa por unos meses y de nuevo al hospital.

Anita ya era una hermosa mujercita y tenía sus amigos en el hospital. Recuerdo que su madre me comentó que ella estaba interesándose en un joven que estaba enfermo igual que ella.

Anita me contó que estaba pololeando con Oscar y que su mamá sabía, tenían muchas oportunidades de encontrarse. A veces les tocaba la droga juntos y conversaban mucho. Cuando María vino a Santiago, conoció a los papás del niño y todos estaban muy conformes. Yo me alegré por ella, porque estaba viviendo su vida igual que una niña normal.

Pero estaba equivocada, las cosas se complicaron y la felicidad no duró mucho.



Capítulo IX


Recuerdo que después de una nueva recaída en su enfermedad y nuevamente el ciclo de drogas, en cuanto se recuperó la dieron de alta y María se la llevó nuevamente a Osorno para que se recuperara, pero debía volver para continuar el tratamiento. Según me contó María, en esta oportunidad ella no estaba contenta de haber vuelto porque la gente la miraba con lástima y le preguntaban por qué estaba peladita y la compadecían. En los años que llevaba conociéndola sabía que eso a ella no le gustaba, ella era muy fuerte, siempre trataba de darle ánimo a su mamá y muchas veces me dijo que no estuviera triste porque habían otras realidades peores que la de ella. Tenía una manera de ver la vida que me asombraba. Por eso siempre pienso que aprendía a ver la vida de otra manera gracias a ella.

Cuando volvieron me di cuenta que hubo un cambio en la mentalidad de Anita Luisa.

María me contó que ya no quería seguir con el tratamiento. No me extrañó porque ya me lo había dicho, que llevaba muchos años en eso y estaba cansada de que cada cierto tiempo perdiera su pelo. Empezó siendo una niña de ocho años y ahora era una mujer.

Recuerdo que con su mamá conversamos sobre el tema, pues Anita le hizo prometer que si la mandaban a casa nuevamente y le venía una recaída no quería que la trajeran nuevamente al hospital, estaba cansada de hospitales.

Recuerdo que yo estaba muy preocupada con la noticia y lo conversé con ella, pero me di cuenta que tenía mucha claridad sobre lo que quería.

Me conversó que ya llevaba muchos años con la droga y los tratamientos y que ahora era tiempo de dejarle a Tatita Dios la elección. Le comenté que Dios decía: “Ayúdate que yo te ayudaré”. Su respuesta fue categórica: “Llevo muchos años ayudándolo”.



Capítulo X

Sabía que Anita Luisa estaba pasando por una etapa muy difícil y era muy poco probable que cambiara de idea. Ella estaba decidida a no volver más a su Santiago y yo sólo rogaba que no la mandaran a Osorno, pero creía que su madre la convencería de volver.

Los meses fueron pasando y María me contó que venía a Santiago porque a Anita la mandarían unos meses a su casa. No había mucha alegría en ese viaje. Cuando ella llegó después de ver a su hija, me dio las noticias. Ella no volvería, quería despedirse de todos en el hospital y contarles su decisión. Habló con los médicos y según María en unos meses más Anita cumpliría su mayoría de edad y podía decidir qué hacer con su vida.

Yo estaba muy enojada con su madre, le dije que su hija no podía decidir sobre su enfermedad, que ella lo tenía que hacer. Me comentó que todos en el hospital le decían lo mismo, pero ella pensaba que yo debía entenderla mejor que nadie, pues había visto todo el proceso durante largos años de droga y sufrimiento de su hija. Mi respuesta fue que debía seguir luchando por la vida de Anita, porque en alguna parte en el mundo trabajaban noche y día para descubrir algo en contra de la Leucemia.

Después me fui a conversar con la niña, pero mis argumentos se estrellaron contra una pared, le hice ver qué pasaría cuando tuviera dolores fuertes por una recaída, pero ella lo tenía todo pensado, se controlaría en el hospital de Osorno y le darían morfina y no más venir a Santiago por tratamiento de droga. Para mi familia y todos los que la acompañamos durante años fue muy duro verla partir, había enojo y dolor por esa determinación, porque sabíamos que sin droga los tiempos se acortaban. Nos despedimos con amor y cariño, mezclado con dolor y pena, y partió a su tierra natal.

Yo no imaginaba que me iba a quedar con el sentimiento de una tarea incumplida, que algo me faltaba para cerrar este ciclo de amor que tenía con la niña, quizás por eso estoy escribiendo esta historia… porque se la debo.



Capítulo XI

Cuando Anita partió nos prometimos vernos, yo estaba decidida a que eso pasara, pues iría a su ciudad.

Los meses fueron pasando y Anita se sentía bien, yo me mantenía en contacto con su madre.

Lo que yo pensaba, ir a verla, no pudo hacerse realidad, porque mi salud no estaba buena, tuve que someterme a diversos tratamientos que no resultaron, tuve que usar muletas y me costaba caminar. Los médicos aconsejaron operación y me costaba decidirme.

Siempre tenía noticias de Anita, pero ahora no eran muy buenas. Su salud se estaba deteriorando mucho y estaba en control en el hospital, pero su determinación seguía firme, no vendría a Santiago.

Insistí con María para que la convenciera, pero no logré nada de ella, me contaba que estaban poniéndole morfina para los dolores, los que cada vez eran más fuertes.

Recuerdo que en esos momentos debía operarme, pues, según lo médicos, después no serviría y ya tenía fuertes dolores. Durante el tiempo de mi operación y terapia, mi pensamiento estaba con esa madre y su hija, quienes luchaban contra la adversidad, y rogaba a Dios que resultara. Sabía que me era imposible ir a verlas, porque nuevamente debería operarme y otra vez las largas terapias.

María me avisó que Anita estaba muy grave y ella le había pedido que le hiciera una promesa, que no la trajera a Santiago porque quería morir en su cama y estar en su casa.

Aún sabiendo todo esto, yo no estaba preparada cuando el momento llegó. Sí, Anita se había ido a jugar con los ángeles y estoy segura que su recibimiento en el cielo debió ser grandioso.

Cuando me avisaron no podía viajar por mis recientes operaciones, pero estoy muy segura que ella lo entendió y creo que ella rogó por mi recuperación. Mi primera reacción fue una pena muy grande, pero con el correr de los día mi alma se tranquilizó, ella era muy joven para morir, pero creo que todos los años de sufrimiento la transformaron en adulta, con la capacidad para tomar sus propias decisiones.

Ahora que ha pasado el tiempo y he tenido largas conversaciones con su madre, mi enojo con ella se diluyó. Creo que Anita tenía razón, a veces pienso qué habría pasado si hubiera venido a Santiago a ponerse la droga, ¿habría revertido la situación? ¿o ese era el momento destinado para ella y nada lo habría cambiado? Sólo Dios lo sabe. Sólo espero que en el lugar en que esté haya encontrado la paz que le fue tan esquiva en este mundo.